No es un secreto que la afición hacia el manganime ha ido creciendo
exponencialmente durante las últimas décadas. Eso se deduce del
cada vez mayor número de eventos relacionados con este universo en
expansión, a su vez ramificados en diversas parcelas como el cosplay,
todos los tipos de merchandising, la J-music o incluso la cultura japonesa
más clásica.
En efecto, en la mayoría de las grandes ciudades de España
disponen de salones donde los fans pueden disfrutar de este tipo de
ocio y, he aquí lo más notable, también individuos que hasta ahora
apenas se habían relacionado con la narrativa visual nipona (Santiago,
2013). Es encomiable el esfuerzo de instituciones oficiales como Casa
Asia, Japan Foundation o el Consulado y la Embajada, por promocionar
esa imagen del CoolJapan, sabedores de que puede ser una manera
de captar el interés por Japón y posibilitar así el descubrimiento en un
futuro de rincones –presuntamente– más elevados de su cultura.
Podríamos concluir en función de lo anterior que, a diferencia de
como sucedía veinte años atrás, el manga y el anime actuales no son
productos exclusivamente consumidos por el público otaku, nerd o
freak. A ello han contribuido, sin duda, la mejor consideración hacía el
mundo del cómic o el éxito internacional obtenido por cineastas como
Hayao Miyazaki o Makoto Shinkai, quienes han exorcizado a golpe de
film una gran cantidad de mitos nocivos en torno a la industria del
manganime y sus consumidores.
El proceso continúa mediante un
imperialismo a nivel global del dibujo japonés y su estética, que influye
en multitud de diseños extranjeros hasta el punto de inocular, ya sea
a nivel inconsciente o no, un gusto adquirido hacia todo lo impregnado
del buqué propio del sol naciente. Ahí tenemos como paradigma la
recentísima Virtual Hero (Alexis Barroso, 2018), una apuesta millonaria
de Movistar que coloca a “El Rubius” como protagonista de un fútil
sucedáneo a la española del anime nipón.
Netflix y otros canales multimedia no han sido ajenos a la “viralización”
de este tipo de ficciones animadas, pues la oferta se ha multiplicado
hasta el punto de equipararse con otros topics a priori más populares.
Por consiguiente, disponemos de un fenómeno en auge y masificado,
que naturalmente se manifiesta a través de la TV por streaming para
satisfacer la demanda existente, pero que a su vez queda al alcance de
otros tantos de millones de usuarios por su fácil acceso, en un paso más
hacia un desarrollo imparable.
Parecido a un déjà vu que nos retrotrae a los 80´s y a la oposición
de entonces contra la explicitud visual de Los Caballeros del Zodiaco
(Kozo Morishita y Kazuhito Kikuchi, 1986) Dragon Ball (Akira Toriyama y
Daisuke Nishio, 1986) o El puño de la Estrella del Norte (Toyoo Ashida,
1986), un anime estrenado por Netflix en 2018 ha levantado tantas o
más ampollas que aquellos, en parte gracias a la resonancia propia de
las redes sociales, en parte por ser producción de una plataforma con
tan amplio espectro de clientes: hablamos de Devilman Crybaby.
Si bien la mayor parte de crítica y público conviene en subrayar
la indudable calidad del trabajo de Masaaki Yuasa, otros tantos se
cuestionan si era necesario ese grado de violencia y subversión. Con el
objetivo de aprovechar el debate suscitado, las posturas encontradas y
sobre todo el carácter complejo de su narrativa, quisiéramos justificar
por qué esta serie fluye con tanto éxito entre espacios incómodos
como el sexo, la ultraviolencia y la monstruosidad.
Así no solo
comprenderemos la esencia de este Devilman, sino que llegaremos a
conclusiones relevantes en torno al manganime en general, así como
respecto a la importancia del trasfondo histórico a la hora de concebir
el arte y las ficciones de un país.
Fuente: Narrativas Visuales
Perspectivas y analisis desde Iberoamerica.
2018 pags: 198-200