Se asume de manera consuetudinaria, casi irreflexiva si se permite,
que Osamu Tezuka es la figura más importante en la historia del manga.
Así lo atestigua su obra ingente, colmada de títulos inolvidables como
Kimba, el león blanco (1950), Astroboy (1952), Fénix (1967) o Buda (1972),
las cuales lo llevaron a ganarse el epíteto de manga no kamisama o “dios
del manga” (Martí, 2013).
No queremos ser nosotros los que vengan a
derribar o tan siquiera poner en duda un mito fundado a base de logros
maestros, pero sí cabría la pena plantearse hasta qué punto Tezuka es
el autor más influyente en lo que hoy se entiende como Manga y Anime.
Ahora hemos de dejar claro que en sus inicios el cómic japonés era
mucho más semejante a los cartoons estadounidenses de Max Fleischer
(Betty Boop), Elzie C. Segar (Popeye) y Walt Disney, que a cualquier
manga contemporáneo. En ese sentido Tezuka fue un transgresor
porque su técnica de dibujo y desarrollo se basó en los encuadres
del cine y el sistema de producción americanos, lo cual aportaría tal
dinamismo a la acción que esta se alejaría un universo de las herméticas
y simples viñetas tan comunes en aquel entonces. Por supuesto, al
principio sus trabajos estaban destinados a un público infantil, aunque
con el transcurrir del tiempo fue inclinándose paulatinamente hacia el
gekiga o historias de corte más adulto.
Aún así, si obviamos Astroboy
por su ritmo shōnen y temática sci-fi, o Marvelous Melmo (1970) por
desarrollarse en un ámbito escolar y ser “casi” precursora del género
magical girl, ninguna de sus grandes obras fue decisiva a la hora de
configurar el siguiente gran paso del manga japonés: dotado de una
narrativa distintiva y genuina, más realista y fotográfica, al punto
encauzada a temáticas violentas, sexuales, terroríficas o tendentes a la
acción, pero sin omitir el trasfondo psicológico.
Y ahora llegamos al quid
de la cuestión. Gō Nagai, autor del manga original de 1972 que inspiró a
Devilman Crybaby, es para nosotros el verdadero padre del manganime
moderno porque él sí explotó las características citadas arriba.
Nuestro mangaka nace allá por 1945 en Wajima, prefectura de
Ishikawa, justo un mes después de que las bombas atómicas asolasen
Hiroshima y Nagasaki. A raíz de este trauma la sociedad japonesa
experimentó cinco grandes sentimientos pan-nacionales que influyeron
decisivamente en la cultura, el manga y el cine que estaba por venir
(Míguez, 2016).
A saber:
Miedo al Holocausto nuclear: Es ocioso nombrar que la hecatombe
atómica conllevó un pavor generalizado del pueblo japonés hacia todo
lo relacionado con la fisión. Pero abandonemos por un momento el dato
en sí, doscientas cuarenta mil víctimas civiles, e intentemos ponernos en
la piel de uno de los japoneses que vivieron el Terror, y no nos referimos
solo al momento en sí mismo, sino a todo el tiempo posterior en el que
las secuelas de lo acaecido aún eran palpables. Aún hoy, tantos años
después, quien camine por Hiroshima podrá observar cómo muchos
de sus habitantes están marcados físicamente, algo que no cambiarán
las ceremonias anuales para recordar a las víctimas, de igual forma que
Japón ya no pudo contemplar su realidad como lo hacía antes de La
solución Truman.
Tecnificación exacerbada: A la altura de 1850 Japón disponía de un
desarrollo comparable al del Occidente tardomedieval. Meiji supuso
un gran avance en este sentido, pero la verdadera fascinación por lo
tecnológico solo se dispararía después del hecho atómico. Entonces
quedó demostrado que el futuro de las naciones dependía de cómo se
administrase este tipo capital, algo que ya conocían sobradamente los
EE.UU y la URSS como quedó demostrado en la Guerra Fría. Los nipones
supieron adaptarse otra vez a una nueva coyuntura y ya a la altura de
1970 llegaron a ser la principal potencia electrónica del mundo.
Un
gran logro desde luego, pero dicho techno shock, junto a las incógnitas
suscitadas en torno a la idoneidad del arrojo sin miramientos al abismo
tecnológico, dejarían secuelas.
Ecologismo: Desde los albores de su civilización el respeto hacia
lo natural ha sido inherente a la nación japonesa. Su propia religión,
el shintoísmo, de marcado carácter animista, defiende que cualquier
objeto puede albergar espíritu.
Este politeísmo radical no solo confería
divinidad a los animales o los árboles, al punto seres vivos, sino también
a hitos geográficos como rocas, montañas, lagos o ríos. La deificación del
medio inculcó un respeto connatural hacia el entorno, recordémoslo,
en un imperio donde el Emperador era el máximo sacerdote shintoista.
La apuesta por la occidentalización a todos los niveles generó una
contradicción histórica, ya que el avance tecnológico o industrial iba en
detrimento de la naturaleza.
Es natural, y creemos que nunca ha estado
mejor utilizado el término, que surgiera una contracultura defensora de
los valores ecologistas tradicionales y contraria al avance insostenible
de lo tecnológico.
Fin del sistema familiar (Ie): La familia era y es de vital importancia en
el seno de la nación japonesa principalmente gracias al confucianismo.
Lo problemático es que se trataba de una rígida subestructura
donde la jerarquía se regía según patrones de masculinidad y edad.
La mujer quedaba en una posición residual o bien esclavizante,
dentro de una comunidad que casi siempre fue de carácter militar y
masculino.
Finalmente, el sistema familiar japonés tradicional (Ie) fue
abolido del Código Civil por los Aliados tras la ocupación, lo que traería
consecuencias decisivas para el nuevo rol que jugaría la mujer en la
sociedad japonesa de posguerra. Una vez estuvo más liberada de sus
ataduras sociales muchos artistas pusieron su foco sobre la mujer con
rol de protagonista, llegando a dotarlas de un aire vengativo sobre lo
masculino al estilo de Lady Snowblood (Kazuo Koike, 1972) y que llegaría
a ser decisivo en las estructuras del ulterior J-horror.
Reacciones respecto a Occidente: Es fácil entender que la
derrota militar originase rencor hacia los occidentales en general y
particularmente hacia los americanos. Además, los japoneses fueron
conociendo el papel que jugó su ejército en Manchuria, protagonista de un verdadero genocidio a la altura de los perpetrados por Hitler o
Stalin en Europa. La sensación de que Japón no había actuado bien y
que la estancia de los estadounidenses era la justa medida de castigo
ante tales hechos, fue forjando la idea de que EE.UU. actuaba como
un juez universal, semejante a un Pantocrátor que castiga a quien se
ha sobrepasado en sus límites.
Así fue naciendo un sentimiento lleno
de matices hacia los americanos, mezcla quizá entre el odio, rencor,
respeto, y esto es lo verdaderamente llamativo, admiración.
El pueblo, sometido por los vencedores, fue víctima de un Síndrome
de Estocolmo que elevó a la sociedad norteamericana como ejemplo de
a lo que Japón debía aspirar para resurgir de sus cenizas. La admiración
hacia la otredad llegó a tal extremo que el occidental se convirtió en un
patrón sexual deseado tanto por los hombres como por las mujeres;
el pelo rubiasco, los ojos claros o redondeados, la mayor corpulencia
y, esencialmente, el tamaño de los pechos, constituyeron fetichismos
tan potentes que incluso hoy día pueden ser observados en algo tan
cotidiano como el diseño de un manga.
Osamu Tezuka nació durante los años 20´s del siglo pasado en
el seno de una familia acomodada (Galbraith, 2009). Si bien algunas
tendencias anteriores lo llegaron a influir como no podía ser de otra
forma, la crisis de posguerra le llegó en plena madurez profesional y
sin haberle moldeado la sensibilidad en los años más decisivos para un
autor: su juventud.
Gō Nagai, por el contrario, creció en medio de ese
caos, y cada una de las tendencias expuestas anteriormente resultaron
básicas a la hora de entender su obra.
Apenas tras fundar su propia compañía ya se pudo apreciar el
impacto que las circunstancias nacionales tuvieron en el manga Abashiri
Ikka (1962), un clan de criminales de lo más heterodoxo que venía a
hiperbolizar tanto la desintegración del sistema familiar de corte clásico
como la energía reprimida de un pueblo derrotado.
Seis años después
nuestro hombre inauguraría el ecchi por medio de Harenchi Gakuen (1968), historia en la que una escuela suponía el despertar erótico de
diversos personajes pintorescos. Si los desnudos y la tematización
sexual de la narrativa trataban de ser reacciones a la moral impuesta
estadounidense, el miedo a eventuales trasuntos de la bomba atómica
haría ver la luz a Mazinger Z (1972), hito ineludible del género mecha
y esencial para el ulterior tokosatsu o animes sobresalientes como
Neon Genesis Evangelion.
La exuberancia creadora del Maestro de
Wajima concebiría también Cute Honey (1973), al tiempo que asentaba
definitivamente los postulados de las Magical Girls; es entonces
cuando hicieron acto de aparición las mujeres con poderes especiales,
independientes de los hombres, además de presentar rasgos
manifiestos de sexualización en su vestimenta.
Fue en plena vorágine de Mazinger Z el momento de concepción
del cómic Devilman (1972), al que pronto se secundaría con una serie
de anime tan diferente a la historia original como condicionada estuvo
por el rotundo éxito de Koji Kabuto y su gigantesco robot (Gilson, 1998).
Es esa la razón de que pasemos por alto la animación del año 72 y nos
centremos directamente en la verdadera fuente de interés: su manga
original.
Fuente: Narrativas Visuales Perspectivas y analisis desde Iberoamerica
Carlos Eduardo Daza Orozco Antonio M’guez Santa Cruz Analia Lorena Meo
Fuente: Narrativas Visuales Perspectivas y analisis desde Iberoamerica
Carlos Eduardo Daza Orozco Antonio M’guez Santa Cruz Analia Lorena Meo