sábado, 23 de noviembre de 2019

Gō Nagai, el padre del anime moderno parte 1.

Se asume de manera consuetudinaria, casi irreflexiva si se permite, que Osamu Tezuka es la figura más importante en la historia del manga. Así lo atestigua su obra ingente, colmada de títulos inolvidables como Kimba, el león blanco (1950), Astroboy (1952), Fénix (1967) o Buda (1972), las cuales lo llevaron a ganarse el epíteto de manga no kamisama o “dios del manga” (Martí, 2013).
No queremos ser nosotros los que vengan a derribar o tan siquiera poner en duda un mito fundado a base de logros maestros, pero sí cabría la pena plantearse hasta qué punto Tezuka es el autor más influyente en lo que hoy se entiende como Manga y Anime. 
Ahora hemos de dejar claro que en sus inicios el cómic japonés era mucho más semejante a los cartoons estadounidenses de Max Fleischer (Betty Boop), Elzie C. Segar (Popeye) y Walt Disney, que a cualquier manga contemporáneo. En ese sentido Tezuka fue un transgresor porque su técnica de dibujo y desarrollo se basó en los encuadres del cine y el sistema de producción americanos, lo cual aportaría tal dinamismo a la acción que esta se alejaría un universo de las herméticas y simples viñetas tan comunes en aquel entonces. Por supuesto, al principio sus trabajos estaban destinados a un público infantil, aunque con el transcurrir del tiempo fue inclinándose paulatinamente hacia el gekiga o historias de corte más adulto. 

Aún así, si obviamos Astroboy por su ritmo shōnen y temática sci-fi, o Marvelous Melmo (1970) por desarrollarse en un ámbito escolar y ser “casi” precursora del género magical girl, ninguna de sus grandes obras fue decisiva a la hora de configurar el siguiente gran paso del manga japonés: dotado de una narrativa distintiva y genuina, más realista y fotográfica, al punto encauzada a temáticas violentas, sexuales, terroríficas o tendentes a la acción, pero sin omitir el trasfondo psicológico. 

Y ahora llegamos al quid de la cuestión. Gō Nagai, autor del manga original de 1972 que inspiró a Devilman Crybaby, es para nosotros el verdadero padre del manganime moderno porque él sí explotó las características citadas arriba. 
Nuestro mangaka nace allá por 1945 en Wajima, prefectura de Ishikawa, justo un mes después de que las bombas atómicas asolasen Hiroshima y Nagasaki. A raíz de este trauma la sociedad japonesa experimentó cinco grandes sentimientos pan-nacionales que influyeron decisivamente en la cultura, el manga y el cine que estaba por venir (Míguez, 2016). 

A saber: Miedo al Holocausto nuclear: Es ocioso nombrar que la hecatombe atómica conllevó un pavor generalizado del pueblo japonés hacia todo lo relacionado con la fisión. Pero abandonemos por un momento el dato en sí, doscientas cuarenta mil víctimas civiles, e intentemos ponernos en la piel de uno de los japoneses que vivieron el Terror, y no nos referimos solo al momento en sí mismo, sino a todo el tiempo posterior en el que las secuelas de lo acaecido aún eran palpables. Aún hoy, tantos años después, quien camine por Hiroshima podrá observar cómo muchos de sus habitantes están marcados físicamente, algo que no cambiarán las ceremonias anuales para recordar a las víctimas, de igual forma que Japón ya no pudo contemplar su realidad como lo hacía antes de La solución Truman. 

Tecnificación exacerbada: A la altura de 1850 Japón disponía de un desarrollo comparable al del Occidente tardomedieval. Meiji supuso un gran avance en este sentido, pero la verdadera fascinación por lo tecnológico solo se dispararía después del hecho atómico. Entonces quedó demostrado que el futuro de las naciones dependía de cómo se administrase este tipo capital, algo que ya conocían sobradamente los EE.UU y la URSS como quedó demostrado en la Guerra Fría. Los nipones supieron adaptarse otra vez a una nueva coyuntura y ya a la altura de 1970 llegaron a ser la principal potencia electrónica del mundo. 

Un gran logro desde luego, pero dicho techno shock, junto a las incógnitas suscitadas en torno a la idoneidad del arrojo sin miramientos al abismo tecnológico, dejarían secuelas.
Ecologismo: Desde los albores de su civilización el respeto hacia lo natural ha sido inherente a la nación japonesa. Su propia religión, el shintoísmo, de marcado carácter animista, defiende que cualquier objeto puede albergar espíritu. 

Este politeísmo radical no solo confería divinidad a los animales o los árboles, al punto seres vivos, sino también a hitos geográficos como rocas, montañas, lagos o ríos. La deificación del medio inculcó un respeto connatural hacia el entorno, recordémoslo, en un imperio donde el Emperador era el máximo sacerdote shintoista. La apuesta por la occidentalización a todos los niveles generó una contradicción histórica, ya que el avance tecnológico o industrial iba en detrimento de la naturaleza. 

Es natural, y creemos que nunca ha estado mejor utilizado el término, que surgiera una contracultura defensora de los valores ecologistas tradicionales y contraria al avance insostenible de lo tecnológico. Fin del sistema familiar (Ie): La familia era y es de vital importancia en el seno de la nación japonesa principalmente gracias al confucianismo. Lo problemático es que se trataba de una rígida subestructura donde la jerarquía se regía según patrones de masculinidad y edad. La mujer quedaba en una posición residual o bien esclavizante, dentro de una comunidad que casi siempre fue de carácter militar y masculino. 

Finalmente, el sistema familiar japonés tradicional (Ie) fue abolido del Código Civil por los Aliados tras la ocupación, lo que traería consecuencias decisivas para el nuevo rol que jugaría la mujer en la sociedad japonesa de posguerra. Una vez estuvo más liberada de sus ataduras sociales muchos artistas pusieron su foco sobre la mujer con rol de protagonista, llegando a dotarlas de un aire vengativo sobre lo masculino al estilo de Lady Snowblood (Kazuo Koike, 1972) y que llegaría a ser decisivo en las estructuras del ulterior J-horror. 
Reacciones respecto a Occidente: Es fácil entender que la derrota militar originase rencor hacia los occidentales en general y particularmente hacia los americanos. Además, los japoneses fueron conociendo el papel que jugó su ejército en Manchuria, protagonista de un verdadero genocidio a la altura de los perpetrados por Hitler o Stalin en Europa. La sensación de que Japón no había actuado bien y que la estancia de los estadounidenses era la justa medida de castigo ante tales hechos, fue forjando la idea de que EE.UU. actuaba como un juez universal, semejante a un Pantocrátor que castiga a quien se ha sobrepasado en sus límites. 

Así fue naciendo un sentimiento lleno de matices hacia los americanos, mezcla quizá entre el odio, rencor, respeto, y esto es lo verdaderamente llamativo, admiración. El pueblo, sometido por los vencedores, fue víctima de un Síndrome de Estocolmo que elevó a la sociedad norteamericana como ejemplo de a lo que Japón debía aspirar para resurgir de sus cenizas. La admiración hacia la otredad llegó a tal extremo que el occidental se convirtió en un patrón sexual deseado tanto por los hombres como por las mujeres; el pelo rubiasco, los ojos claros o redondeados, la mayor corpulencia y, esencialmente, el tamaño de los pechos, constituyeron fetichismos tan potentes que incluso hoy día pueden ser observados en algo tan cotidiano como el diseño de un manga. 

Osamu Tezuka nació durante los años 20´s del siglo pasado en el seno de una familia acomodada (Galbraith, 2009). Si bien algunas tendencias anteriores lo llegaron a influir como no podía ser de otra forma, la crisis de posguerra le llegó en plena madurez profesional y sin haberle moldeado la sensibilidad en los años más decisivos para un autor: su juventud. 

Gō Nagai, por el contrario, creció en medio de ese caos, y cada una de las tendencias expuestas anteriormente resultaron básicas a la hora de entender su obra. Apenas tras fundar su propia compañía ya se pudo apreciar el impacto que las circunstancias nacionales tuvieron en el manga Abashiri Ikka (1962), un clan de criminales de lo más heterodoxo que venía a hiperbolizar tanto la desintegración del sistema familiar de corte clásico como la energía reprimida de un pueblo derrotado. 
Seis años después nuestro hombre inauguraría el ecchi por medio de Harenchi Gakuen  (1968), historia en la que una escuela suponía el despertar erótico de diversos personajes pintorescos. Si los desnudos y la tematización sexual de la narrativa trataban de ser reacciones a la moral impuesta estadounidense, el miedo a eventuales trasuntos de la bomba atómica haría ver la luz a Mazinger Z (1972), hito ineludible del género mecha y esencial para el ulterior tokosatsu o animes sobresalientes como Neon Genesis Evangelion. 
La exuberancia creadora del Maestro de Wajima concebiría también Cute Honey (1973), al tiempo que asentaba definitivamente los postulados de las Magical Girls; es entonces cuando hicieron acto de aparición las mujeres con poderes especiales, independientes de los hombres, además de presentar rasgos manifiestos de sexualización en su vestimenta. Fue en plena vorágine de Mazinger Z el momento de concepción del cómic Devilman (1972), al que pronto se secundaría con una serie de anime tan diferente a la historia original como condicionada estuvo por el rotundo éxito de Koji Kabuto y su gigantesco robot (Gilson, 1998). Es esa la razón de que pasemos por alto la animación del año 72 y nos centremos directamente en la verdadera fuente de interés: su manga original.


Fuente: Narrativas Visuales Perspectivas y analisis desde Iberoamerica
Carlos Eduardo Daza Orozco Antonio M’guez Santa Cruz Analia Lorena Meo

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